Entregado a la muerte por amor

Amado Jesús. ¡Que dolor tan inmenso y que gran soledad debiste sentir para llegar a decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

En los últimos minutos, cuando agonizaba ¿adonde estaba Lázaro, el ciego de Jericó, el ciego de Siloe, el paralítico, el centurión y los cientos o miles de agraciados por curaciones o prodigios, sus discípulos, su pueblo: el pueblo de Dios, pueblo que esperaba al Mesías…

Seguro que lo menos importante fue el dolor físico. La actuación de los romanos, acostumbrados a invadir países, era de lo más previsible. Lo menos lógico fue que el pueblo de Dios que esperaba al Mesías con unas características, además de esto otro: subido en un pollino, signos claros de identidad, (Isaías) sirva estos para detener a Jesús y crucificarlo.

El mundo al que había venido a salvar, a otorgarle la vida eterna, con su perdón, le había dado la espalda, y su Padre le había abandonado. ¡Que muerte tan injusta! Solo el amor pudo ayudarle a no enloquecer.

A la luz de los hechos, vemos que Dios nunca abandona, lo que ocurre es que no se hace notar, y Jesús extenuado de dolor de alma y cuerpo, necesitaba una gota de consuelo, un poquito de alivio, algún signo que le mitigara su dolor.

Todo se ha cumplido, y hasta la última tilde se cumplirá.

Debemos tener presente que Jesucristo ya no vendrá a servir, ya vendrá a que le sirvan.

…al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el Abismo,  y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor! Para gloria de Dios Padre.

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