¿Cómo vives? ¿Eres feliz? ¿Te casaste con la mujer u hombre de tus sueños? ¿Te dan los estudios o el trabajo la satisfacción que deseas? ¿El matrimonio y los hijos, llenan plenamente tu vida? ¿Qué tal la relación con tus padres? ¿Son ejemplo de vida para ti? Podemos seguir largamente con este tipo de interrogantes, pero con solo estas preguntas podremos saber si la vida nos da la felicidad que todos anhelamos. Si los frutos son proporcionados al esfuerzo realizado. O si resulta que por estar desencantados no hacemos el esfuerzo necesario. En cualquiera de los casos, si nos servimos sólo de nuestras limitadas fuerzas y frágiles cuerpos, será difícil permanecer conformes con los resultados obtenidos; la ambición inherente al ser humano no te dejará nunca satisfecho. Siempre querrás más, incluso pensarás que el mundo es injusto contigo.
El mundo está lleno de personas imprudentes, y otras que se ven arrastradas por éstas. No lo digo como crítica, sólo constato un hecho, y no es que un individuo sea imprudente en todo lo que hace, pero sí en algún aspecto de su vida. En general no nos miramos por la salud ni por la integridad física. Nótese los fumadores, bebedores, velocidades inadecuadas con el coche, falta de ejercicio físico… Y no hablemos de lo relativo al aspecto sentimental, emocional, anímico… No cuidamos nuestra relación con los demás (violencia verbal entre conductores); en muchos casos ni con la familia nos llevamos bien. Hay mucho individualismo y mucho egoísmo; no nos fiamos de casi nadie. Todos estos comportamientos traen mucho dolor a la familia. La sociedad está consternada por un cúmulo de desgracias originadas por los mismos comportamientos. Y lo que pone el broche es la crisis económica y de valores que estamos atravesando. Ahora si que hemos perdido el norte al no tener una conciencia clara de adonde nos lleva esta situación.
Deberíamos saber que las acciones del presente tendrán mucho que ver con nuestro futuro. Cuando se vive un presente plenamente desconcertado el resultado del futuro será desastroso. No contemplamos la educación en valores; el respeto a los mayores, ni a los mismos padres; no asumimos la corresponsabilidad a lo que hicieron con nosotros cuando éramos niños y jóvenes. El agradecimiento brilla por su ausencia. Debemos cuidar los consumos en exceso: agua, energía, coche, madera… Vivimos en un mundo limitado y sensible a los cambios bruscos. Los recursos se están agotando y, cuando se acaben volver a empezar de cero. Para todo ello se necesita una buena educación, sólo así podremos prevenir ciertos desequilibrios y luchar contra las desigualdades sociales. Y todo esto sucede porque vivimos en una sociedad que quiere aprender a vivir sin Dios: quitan los crucifijos de las escuelas, el Portal de Belén lo sustituyen por Papá Noel y el Árbol lleno de regalos. El progreso trae ambición y desenfreno y esto ciega para ver las incursiones de Dios en el mundo. Hemos pasado de creer en ídolos, en dioses falsos, a creer en un Dios único, inteligente, poderoso, bondadoso, misericordioso, piadoso, amoroso… y a creer nuevamente en dioses de barro, en dioses falsos como son el dinero, el poder, la comodidad, la ostentación, el consumo… y se nos escapa una cosa, que las cosas no pueden llenar los anhelos del corazón. Las cosas no ríen, no lloran, no sienten, no se emocionan… sólo los seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios, y el mismo Dios, pueden llenar los deseos de nuestro corazón ¿Y cómo? Partiendo de ese amor infinito que Dios nos tiene, que Dios nos infunde, para que nosotros hagamos lo mismo con todo lo que nos rodea, en especial con nuestros semejantes. Cuando empecemos a ejecutar ese amor en todas nuestras relaciones, con nuestra familia, vecinos, amigos, compañeros… será entonces cuando recibamos (acción reacción) el amor de ellos, sentimiento impagable, con un valor superior a todas las cosas juntas, haciéndonos ver lo equivocados que estamos en esta espiral del tener. Haciéndonos ver que sólo en Dios, que es un Padre justo y amoroso, recibiremos la mejor orientación para conseguir la felicidad en este mundo. Pero no acaba aquí la cosa: Dios nos ha creado con una doble condición: física y espiritual (imagen y semejanza con Cristo). Dios quiere que sus hijos, sus pequeños seres inteligentes de su infinita creación, participemos con él de su generosidad y de su amor inconmensurable hacia nosotros. Este es el doble premio que Dios nos tiene preparado: La vida eterna, y nuestra estrecha relación con él. Sólo aquellos que se autodestruyen, que se alejen voluntariamente de él, solo aquellos que rechacen el bien, el amor, el perdón… sólo éstos podrán vivir ausentes del gozo que no se acaba.
No vivamos por más tiempo indiferentes al amor, reconozcamos a Dios como fuente inagotable de ese amor tan necesario para dar sentido a nuestra vida. El amor es el que vive con pesar el extravío del otro. El amor es el abrazo al que vuelve, el encuentro con el que se había perdido y la aceptación sin condiciones; el amor es el que perdona los errores de la debilidad (el hombre está inmerso en un proceso de crecimiento hacia la perfección), el amor es el que confía en que la entrega no puede ser estéril. Si es así como reaccionaría cualquier padre, cuanto mejor nuestro Padre Dios.
Estas palabras han producido lágrimas de emoción, pero Dios, en estos casos de conversión, de arrepentimiento, de redescubrimiento, quiere alegría, quiere fiesta, quiere enjugar esas lágrimas y quiere risas no llantos. Como buen Padre celebra con nosotros la vuelta del hijo perdido; como el buen pastor celebra el rescate de la oveja extraviada; y como Padre amoroso perdona a su hijo pecador. En el cielo, celebran más la conversión de un pecador arrepentido que la existencia de cien justos. En suma, así como las buenas obras deberían ser la bandera del cristiano, la alegría y la fiesta tendría que estar siempre presente en su vida.
Diego Caballero